LLOVÍAS
Llovías.
A veces llovías. Amanecía el día más claro, el sol
irradiando el calor que desde hacía tanto tiempo ya no albergabas; y tú, en vez
de amanecer con el sol y conmigo, llovías.
Y cuando tú llovías, yo era tormenta. Y cuando yo
era tormenta, tú huracán. Y así sucesivamente.
Te solía preparar el desayuno. Tostadas y café.
Solía manchar el café con recuerdos, por si estos devolvían algún brillo a tus
ojos, por si estos causaban en ti cualquier cosa menos lluvia. Esto jamás
sucedía. Porque tú ya no sabías no llover. Estabas sometida a la lluvia, desde
su más leve llovizna hasta su más fuerte huracán. Solía pensar que ya no eras
ajena a la lluvia, que te habías convertido en la lluvia misma.
Y yo, ¿qué podía hacer? ¿Enseñarte a no llover? Tan
solo expulsabas la tristeza dentro de ti, y al verte tan triste, llovías un
poco más. Era un ciclo del que no creía verte salir jamás. Iluso yo.
Y tú, más que llover, ¿qué podías hacer?
¿Desaprender a llover? ¿Aprender a canalizar tu lluvia, a transformar tu
oscuridad en luz? ¿Y para qué? Si ya no te quedaba nada. Te quedaba todo lo que
un día te hizo feliz, te quedaba todo lo que un día te hizo darte cuenta de que
no te hacía lo suficientemente feliz. A veces llega algo (o quizás, alguien) que
te enseña cómo brillar más fuerte, como enfocar toda la luz que retienes. Te
coge la vida y la hace suya propia. Y ya no es tu vida la que vives, sino la
suya. Y así cambia todo. Tú dependes de él y él de ti.
Y, ¿qué haces cuando él no está? Ya no sabes cómo
brillar y te has olvidado de cómo vivir. Y se te ocurre hacer lo que un día te
juraste no hacer. Llueves.
Y yo no te culpo. No te culpo hoy al igual que no te
culpé jamás. Prometiste amarme en la salud y en la enfermedad, y en tu más
grande enfermedad, en aquella que consume el corazón y desampara el alma, tú no
me amaste. Más bien me odiaste. Me odiaste porque veías en mí una sombra de
aquello que se había ido; porque con los mismos ojos y la misma sonrisa, tú
sabías que yo jamás sería él, que él nunca volvería.
Pero jamás te culpé. Comprendía tu lluvia. Jamás la
sentí con tan grande intensidad, era una lluvia que solo tú podías crear porque
era una tristeza que solo tú podías sentir.
Pero hoy no voy a ir de héroe, no voy a decir que
jamás me mojaste con tu lluvia. Como te he dicho antes, cuando tú llovías, yo
me convertía en tormenta. Y verme tan fuera de mí y tan parecido a ti te volvía
loca y te transformaba en huracán. Me gritabas cosas que jamás vi salir de tu
boca, y yo te provocaba a que siguieras escupiendo ese dolor transformado en
insultos y en reproche. A veces me preguntaba el porqué. "¿Por qué le
haces esto, con todo lo que tiene encima?" Hoy pienso que lo hacía para
verte en otro estado. Para no verte tan gris, para que dejaras de llover un
poco. Quizá lo hacía para salir de la monotonía en la que se había convertido
nuestra pesadilla. Porque sí, la pesadilla era nuestra, no tuya.
Nos arrancaron el alma a ambos, dejando así un hueco
incluso mayor que el que él había ocupado. ¿Es irónico verdad? Estos últimos
meses me han hecho darme cuenta de que nunca puedes llegar a amar tanto como
puedes llegar a sufrir. Tú y yo lo amamos tanto como nos dejó nuestro corazón,
pero sufrimos mucho más de lo que nos creíamos capaces, sufrimos hasta olvidar
por qué sufríamos, desconocíamos el rumbo de nuestros pies y nuestro futuro era
más que incierto.
Llegué a pensar que no saldríamos jamás de aquello,
no hay peor tragedia que existir estando muertos. Porque así estábamos.
Muertos. Y, sin embargo, no alcanzábamos a tocarlo, teníamos que estar un poco
más muertos para volver a sentirle, para volver a sentirnos vivos. Pero eso
jamás fue una opción, viviríamos por él, para en nuestra muerte contarle lo que
él nunca había podido experimentar.
Para ti, esto no estaba tan claro. No querías vivir
una vida en la que él no estuviera, aunque tuvieras que arrollarme para salirte
con la tuya. ¿Cómo pudiste? Una despedida era suficiente. Tú no debías haberte
marchado. El egoísmo (o como tu dirías, el dolor) te pudo. No pensaste en que
no eras tú la única con ese vacío, con ese mismo vacío. Yo también me sentía
solo, yo también me sentía hueco, yo también empecé a desconocerme.
Pero seguía, seguía por ti.
Te hacía el desayuno, te invitaba inútilmente a
salir de la cama, a lavarte la cara de esas lágrimas que hacía tantos meses
habían comenzado a dibujar la tristeza en tus facciones. Te veía llover y te
pedía constantemente que dejaras de hacerlo. Aunque dentro de mí yo también
estuviera ahogándome. Aguanté como tú nunca lo hiciste, encontré en lo que él
hubiera querido una motivación para seguir buceando en esta oscuridad.
Pero tú no eras tan fuerte. O quizá era yo el que no
era lo suficientemente fuerte para hacer lo que tú hiciste. No sé. Ya no sé qué
es izquierda y qué es derecha, no se si lo hiciste bien o lo hiciste mal.
Supongo que tras una tragedia como la nuestra todo es justificable. Pero ojalá
no lo hubieras hecho, ojalá no tuviera que escribirle estas palabras al aire
para luego dárselas de comer al fuego, ojalá te hubieras dado cuenta de que no
estabas sola, de que si compartes tu dolor, éste se hace más llevadero y sobre
todo, de que él no hubiera querido su mismo destino reflejado en tu
rostro.
Pero no te diste cuenta, y ahora lo que quedaba de
mí, si es que quedaba algo, se ha ido contigo. A veces, en las noches en que la
luna no me vigila, te envidio. Te envidio porque ahora le abrazas como yo
abrazo la soledad, te aferras a él como si aún se te pudiera escapar, pero ya no
lo va a hacer. ¿No te has dado cuenta? Daba igual que creyeras en un Dios que
te pudiese mandar al Cielo o al Infierno, ahora entiendo que no importa mirar
al demonio a los ojos mientras él esté a tu lado. Y ahora también entiendo que
por mucho tiempo que pase y por mucha gente que intente ayudarme, mi vida
siempre será el más lento de los Infiernos hasta que yo no me reúna con él, y
ahora contigo, en el crepúsculo de mis latidos.
Abrázale de mi parte.
Nuria Marés de
la Cruz, 1ºB
Junio 2017
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