María Casado (La historia de mi infierno)




LA HISTORIA DE MI INFIERNO


Tan solo tenía 13 años cuando el 1 de septiembre de 1939 Polonia fue invadida por los alemanes, quienes se adueñaron del cielo y lo llenaron con sus aviones que bombardeaban Varsovia hasta que en los búnkeres (construidos por aquellos que esperábamos seguir viviendo) ninguno de nosotros lograba acertar el número de estallidos sentidos en un solo día.  Fue entonces cuando empezó mi peor pesadilla, más conocida como la Segunda Guerra Mundial.
Solo 26 días tardaron los nazis en hacerse con Polonia y desatar uno de los genocidios más conocidos actualmente, el holocausto judío, la shoa, la catástrofe, su “solución final”.


Entre sus más preciados instrumentos para construir un mundo “perfecto” se encontraba el gueto de Varsovia; 400.000 judíos polacos fuimos obligados a vivir allí, no teníamos otra opción ni tampoco pensábamos que quedaríamos tan solo 56.000 de nosotros.
Recuerdo caminar por las calles y encontrarme cadáveres amontonados, niños enseñando fotografías de los que fueron sus padres para mostrar su orfandad, conseguir comida y sobrevivir al menos un par de días más.


Los búnkeres empezaron a ser nuestra única opción si queríamos mantener nuestra vida; allí escondidos rezábamos por que no se esfumaran de nuestros cuerpos la fuerza y la esperanza.
Un día nos llegamos a amontonar alrededor de 30 personas, respirando y consumiendo el poco oxígeno del que disponíamos allí abajo y fue entonces cuando una mujer que llevaba consigo un bebé de 9 meses tuvo que asfixiarlo para evitar que los alemanes descubrieran nuestro escondite.


En mayo de 1943 los nazis arrasaban las calles del gueto, todo estaba en llamas, reduciéndose poco a poco a cenizas. Muchos prefirieron morir quemados y asfixiados en los búnkeres antes de caer en manos de las SS. Perdimos a mi madre y a mis hermanos y sumábamos 4 rocas al peso que llevábamos arrastrando desde que comenzó la guerra. Hablo en plural porque conmigo se salvó mi padre, lo más triste es que ahora no puedo recordar nada sobre él.


Capturaron alrededor de 60.000 judíos: una pequeña parte de esta gran cifra la constituían aquellos que fueron fusilados, el resto fuimos enviados a campos de concentración.
Me llevaron hasta Berlín donde subimos al último tren que llevaba a Auschwitz. Tardamos seis largos días en llegar y durante el trayecto, me atrevería a decir que la mitad del tren murió por hambre, sed o por la crueldad de aquellos alemanes nazis, marionetas de un ambicioso hombre opuesto a los ideales que defendía.
Estaba nevando cuando el tren frenó en el interior de aquel sitio que nos recibió con unos muros altísimos y un cartel que decía “el trabajo os  hará libres” que nos hicieron pensar que llegábamos al hogar de la muerte.
A lo largo de esta larga guerra, un millón de personas acabo en este campo de concentración y solo 230 mil lograron sobrevivir. Dentro de Auschwitz estaba Birkenau, mi infierno. Me quitaron mi ropa, me tatuaron el número 48914 en el brazo izquierdo, me raparon el pelo y me metieron un una barraca llena de mujeres.


No logro entender cómo llegamos hasta ese punto de crueldad, no lo perdono y no lo perdonaré jamás. No hay dinero en el mundo que pague lo que hicieron con todo mi pueblo.
Quemaban, asfixiaban con gas venenoso, disparaban, ahorcaban… Mataban persiguiendo un objetivo que siempre quedó fuera de su alcance y nos sometieron a trabajos forzosos, hambre, experimentos pseudocientíficos, tortura médica y golpes.
“Dios, ¿Dónde estuviste?”



Algunos prisioneros fueron mandados a Berlín, el corazón del Tercer Reich, para eliminar pruebas del holocausto judío, algo incoherente a tales alturas.
Amenazaban con dinamitar Auschwitz si no salíamos corriendo y cuando empezamos a hacerlo, dispararon a los primeros que decidieron hacerlo. No contaban con más tiempo para matar, los rusos estaban demasiado cerca y cuando llegaron empezaron las “marchas de la muerte”: salimos del campo desnudos y nos dieron ropa para quitarnos el pijama de rayas.

Finalmente, en 1945, con el fin de la guerra, muchos de nosotros fuimos enviados a campos de refugiados. En mi caso, acabé en uno italiano con 27 kilos, 19 años y experiencias que nunca podré borrar de mi cabeza en varios campos de concentración. Conocí a mi marido, tuvimos tres hijos y nos fuimos a Argentina y ahora, gracias a Dios tenemos un techo bajo el que podemos vivir tranquilos. Cuando llegamos a Argentina, empezamos a vivir.

Soy Eugenia Unger, tengo 90 años, nací en Polonia en una familia judía y soy una superviviente de la Segunda Guerra Mundial.


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